viernes, 2 de marzo de 2007

BORRADOR DOS: SOBRE LOS POETAS JÓVENES


En un relato titulado Investigaciones de un perro Kafka coloca en palabras del narrador, un perro con pretensiones de científico, el siguiente comentario: “¿Y quién puede hablar en estos tiempos de juventud? Ellos fueron los verdaderos perros jóvenes, pero su única ambición se centraba en volverse perros viejos, cosa que no podía fallarles, como lo pueden demostrar las generaciones posteriores, y la nuestra, la última, mejor que ninguna”. Ellos, los verdaderos perros jóvenes, son los que comenzaron con la práctica científica en esta utópica sociedad de perros imaginada por Kafka. Traspasada esta idea al campo de la poesía y de nuestra sociedad humana el Ellos se convierte en las vanguardias estéticas de comienzos del siglo XX, los verdaderos poetas jóvenes, capaces de romper con la tradición canónica y de inaugurar una nueva práctica artística. Pero al igual que en el relato de Kafka, las vanguardias demostraron una ambición de perros viejos, la ambición de transformarse en la tradición del futuro. Y por supuesto, finalmente lo consiguieron, a pesar de no haber logrado destruir la tradición anterior.
La relación entre las distintas generaciones de artistas, entre los jóvenes irreverentes dispuestos a desterrar a los antepasados para empezar a contar desde cero a partir de sí mismos, relación que los verdaderos poetas jóvenes, los vanguardistas históricos, tuvieron la oportunidad de desarrollar a pleno, es descripta con una irónica genialidad por Alfred Jarry, autor teatral de la saga del Padre Ubú y uno de los precursores del teatro del absurdo. En Cuestiones de teatro Jarry afirma: “Quienes son mayores que nosotros –título en base al cual los respetamos- han conocido en su vida ciertas obras que conservan el encanto de los objetos habituales, y nacieron con un alma ajustada a esas obras y garantizadas para durar hasta el año mil ochocientos ochenta...y tantos. Como ya no estamos en el siglo XVII no les daremos el empujón definitivo. Antes bien, esperaremos a que su alma, consecuente consigo misma y con los simulacros que rodearon su vida, acabe por extinguirse –en realidad no hemos esperado-, e iremos convirtiéndonos, a nuestra vez, en hombres graves y barrigudos, como un Ubú cualquiera, y después de publicar algunos libros que acabarán por convertirse en clásicos, terminaremos muy probablemente de alcaldes de pequeñas ciudades en las que los bomberos nos regalarán jarrones de Sèvres cuando se nos nombre académicos, y a nuestros nietos sus bigotes dentro de aterciopelados almohadones. Ninguna razón hay para que no suceda”.
El problema para los poetas jóvenes de hoy, los perros jóvenes del momento, es que no pueden encontrar anticuadas las propuestas estéticas de las generaciones anteriores porque la sucesión lineal, progresiva, de la concepción moderna del arte, se ha detenido para ser reemplazada por una multiplicidad de tiempos y propuestas estéticas, propuestas que varían según la tradición a la que se adscriba, pero que no logran imponerse como propuesta única, cosa que hasta mediados de este siglo todavía era posible.
Esta multiplicidad de tiempos poéticos se presenta, entonces, como la realidad de los poetas jóvenes contemporáneos, poetas jóvenes porque recién comienzan a apropiarse de una tradición para poder describir el mundo en el que habitan (y creo que esta definición deja afuera cuestiones cronológicas), porque están en el comienzo de una obra y no saben qué camino, qué tradición, es el más seguro para llegar a concluirla y porque sospechan, de algún modo, que ya no hay seguridades en ningún ámbito de la existencia y menos aún en el de la palabra.
Personalmente creo que la adscripción a una tradición determinada no lo es todo en la propuesta estética de un poeta: la imaginación, el lenguaje materno y cotidiano, la realidad social, los dolores y las alegrías, la sensibilidad frente a los otros, son los engranajes que se dejan aceitar por la tradición estética para construir una obra de arte. Sin esos engranajes queda la grasa y la vida termina embarrándose en viscosidades formales, simulacros estéticos que pueden convertir al pretendido artista en un excelente burócrata cultural pero nunca en un profeta, cazador de dragones o arquitecto de mundos.

Carlos J. Aldazábal