lunes, 19 de marzo de 2007

BORRADOR OCHO: SOBRE EL 24 DE MARZO DE 1976



1) Porque también somos...

Porque también somos lo que hemos perdido llevamos la memoria entera, de cara al futuro. Caminamos por las calles de la historia con el orgullo de los sobrevivientes que abofetearon al odio y a la intolerancia. Con el orgullo de los “desaparecidos” que no pudieron ser borrados de la historia, porque todavía resuenan sus ecos en las voces de nuestra identidad. Porque somos los fantasmas con vida que insisten para que la justicia vuelva. Somos Antígona, llorando por los cuerpos insepultos.
Porque también somos lo que hemos perdido soñamos el reencuentro y el abrazo negado. Cantamos cada día que comienza y temblamos por las noches, porque sin el sol la memoria asusta, pero sin memoria se apaga la esperanza, y sin esperanza no podrían nacer nuevos comienzos.

Somos la esperanza de un país imposible en un mundo imposible.

Y eso nos hace creer en la justicia, el único remedio que exigimos para cantar más fuerte, de cara al sol. Con todas las voces perdidas que también somos.

Sí, somos lo que hemos perdido.

Y nuestros muertos hablan en nosotros.


2) 1976

...quedó convertida en morada de
demonios y guarida de todo
espíritu inmundo...

Apocalipsis; 18, 2.

Ciudad polimorfa
de cristales molidos
Buenos Aires descendió
al momento en que las metrallas
escribían poemas con madera
y las devoradoras de hombres
abrían las persianas de sus piernas
a la visita violenta de los torturadores
para darles té, un poco de amor
y la escupida divina
sobre la moral babilónica
contorsionada de espanto.



3) La nieta del general

Que está bien la muerte
la guerra
está bien.
La Santa Iglesia apoya
y está bien
porque
primero ellos
porque
las bombas ellos
porque
abuelito dijo...

La nieta del general reza,
intenta lavar la sangre de la historia.

El secuestro
ellos
la tortura
ellos
y nosotros la patria
la santidad
el cirio.
Que está bien la muerte.

La nieta del general se persigna
y la luna,
la luna de los onas, de los selk´nam,
la luna de los cuerpos mutilados,
le escupe un aguacero
marcándole la puerta
para que el ángel bueno
realice la venganza.

BORRADOR SIETE: SOBRE LA POESÍA Y SUS MOTIVOS




Por qué queremos ser Quevedo

Es un instante,
un momento cualquiera de la infancia
en el que decidimos
desafiar el reinado de la muerte.

Varios velorios,
abuelos fallecidos
y la alusión constante
de Lázaro en la misa
nos llevan a pensar
que ya no basta
escribir iniciales en el cemento fresco,
en pupitres lustrosos o en la plaza.

Urdida la estrategia
delineamos un modo de ataque,
planeamos un futuro de eternidad
y ejercitamos el arte de la guerra;
intuimos inventos,
redondeamos canciones
y luego nos miramos la risa en el espejo
con ojos complacidos
por versos bien rimados.

Creídos de triunfo
juntamos los papeles
y esperamos serenos
que empiece el contraataque
con cierta garantía
de habernos prevenido.

Entonces nos sorprende.

Del frente nos llega la noticia
de que nuestros poemas pertenecen a Horacio,
los inventos a Edison
y las canciones a juglares medievales.

Así, medio cohibidos,
nos enfrentamos con la derrota,
envidiamos los logros de los otros
y rogamos que alcance
con fechas e iniciales
escritas en pupitres
en tanto practicamos la esperanza
de volvernos Quevedo
antes de que la muerte
nos anule del todo.

jueves, 8 de marzo de 2007

BORRADOR SEIS: SOBRE BERNARDO CANAL FEIJÓO Y SU PENÚLTIMO POEMA DEL FÚTBOL




1- Encuentros

Durante mucho tiempo asocié el nombre de Bernardo Canal Feijóo (Santiago del Estero, 1897-1982) a ensayos solemnes, de una inteligencia desafiante (tan desafiante como para polemizar con Martínez Estrada) pero un tanto aburridos para un buscador de placeres literarios que escarbaba en los escaparates de las librerías de la calle Corrientes. Frente a títulos tan sesudos como “Constitución y Revolución. Juan Bautista Alberdi” (1955) o “La frustración constitucional” (1958) mis ojos se hacían los distraídos para arribar, finalmente, a algún poemario de Girondo, a quien acababa de descubrir, recién llegado de Salta, como una novedad poética más acorde a mis búsquedas expresivas (recuerdo que incluso llegué a imaginar el título “El hondo giro del Norte” para un grupo de textos a los que rápidamente descarté junto con la titulación).
Mi segundo encuentro con Canal Feijóo fue más amable. Por una de esas casualidades del destino llegó a mis manos un ejemplar de “Literatura de la pelota” (1971), el memorable trabajo de recopilación llevado adelante por el poeta Roberto Santoro. Y ahí me sorprendió descubrir a Feijóo hablando en poesía, una poesía aún más sorprendente que la de Girondo (menos emotiva también) que se ponía a contar el lanzamiento de un córner en un partido de fútbol. Al pie del texto seleccionado figuraba la fecha original de la publicación: 1924, cuarenta años antes de que la tematizacón del fútbol en la poesía argentina fuera inaugurada, según la opinión más extendida, por la llamada generación poética del 60: Santoro mismo, pero también Salas, Vázquez, Szpunberg y Silber, entre otros. El poema de Canal, incluido por Santoro en su antología, y titulado “Córner”, pertenecía, según aclaraba, al poemario “Penúltimo poema del fútbol”. Pero lo que llamaba la atención, al leer la referencia bibliográfica, era, además de la fecha, el lugar de la edición: la provincia de Santiago del Estero.

2- El fútbol de Feijóo

Mucho tiempo después, impulsado por una curiosidad que había logrado transformarse en una necesidad imperiosa, inicié una investigación alrededor de este texto, poemario inhallable (ni siquiera quedan ejemplares en la Biblioteca Nacional) al que por fin tuve acceso gracias a la generosidad de Adriana Canal Feijóo, la hija del poeta. Pero al hojear el libro las sorpresas aumentaron: ahí estaban una serie de ilustraciones con aire de historieta, hechas por el propio Feijóo, para ilustrar sus versos. Después, investigando, descubriría que el dibujo era otra de las pasiones de este hombre multifacético, quien en la década del 20 colaboraba con el diario santiagueño El Liberal también como dibujante de viñetas humorísticas.

En esa época, Bernardo, el único nombre con el que firmaba sus libros, era un joven vanguardista irreverente, capaz de hacer de la libertad un dogma creativo que dejaba afuera cualquier pretensión de solemnidad (pero sólo de solemnidad: la vocación ensayística ya estaba presente). Vanguardista y moderno, cosmopolita, sensible al viento de su época y sin embargo empeñado en componer poesía con la cotidianidad santiagueña. Y este intelectual eligió iniciar su carrera literaria con Penúltimo poema del fútbol.

Pero descubrir que Penúltimo poema del fútbol fue el primer poemario vanguardista del Noroeste Argentino y, al mismo tiempo, el primer texto poético de la literatura nacional que se preocupó por unir dos series culturales tan disímiles entre sí, la poesía y el fútbol, me obligó a formular preguntas, lo que significó aumentar la incertidumbre que yo creía que iba a desaparecer con la lectura de los poemas. En efecto, ¿por qué apareció, en la poesía del NOA y durante la década del 20, un libro vanguardista preocupado por el fútbol? ¿Pertenecía el fútbol a esa realidad cultural o era una temática ajena? ¿Por qué no volvió a repetirse, en la literatura regional, otro hecho estético parecido?

Es importante señalar que en 1928 la Liga Cultural, representativa del fútbol de Santiago del Estero, se consagró campeón del torneo nacional al ganarle a la etrerriana liga paranaense en cancha de River. Y digo que es importante porque Bernardo Canal Feijóo fue un testigo privilegiado del proceso que desembocó en esa victoria. Y no sólo testigo. También fue protagonista y cronista (desde la poesía, el periodismo y el dibujo) de aquel momento especial del fútbol argentino. Sin ir más lejos, en el anuario 1923 del diario santiagueño El Liberal su nombre aparece destacado en la sección deportiva: por entonces este martinfierrrista marginal era el presidente del Club Atlético Santiago.

3- Modernidad

Teniendo en cuenta este contexto histórico (momento político signado por el momento más intenso del yrigoyenismo) volví a leer el libro: "Penúltimo poema del fútbol" se me presentó, entonces, como una forma original de abordar la modernidad desde una práctica deportiva, y en los versos pude percibir claramente la tensión entre la libertad individual y la presión de la muchedumbre. Una modernidad deportiva, entendida como universal, que en este planteo se construía desde una base territorial concreta, Santiago del Estero, espacio que, por efecto reflectante, devolvía la imagen cosmopolita de las sociedades modernas tamizada por la idea de nación expresada, por ejemplo, en esta frase: “La tarde engalanada, se había prendido el sol en el pecho, como la escarapela de la patriotería deportiva”.
Entendiendo el contexto histórico el libro funcionaba: era un gran dispositivo fotográfico, construido sobre prosa poética y versos libres. Como dice uno de los poemas: “el breve guiño de la instantánea, que sobrecoge en un infraganti muscular (...) para el enfoco ansioso y comprometido de este espectáculo”.

Pero la pregunta sobre lo que motivó el olvido de este trabajo pionero sigue presente. Respuestas tentativas no faltan: la desaparición de los campeonatos interprovinciales de la década del 20, reemplazados durante los años 30 por el fútbol profesionalizado que se mantiene hasta hoy; la creencia extendida de que fueron los poetas de los 60 los primeros en tematizar el fútbol; los cíclicos momentos de censura que vivió (y vive) la cultura argentina, incluyendo las defenestraciones reaccionarias de ciertos intelectuales que acusaban (y acusan) de populismo –con su correspondiente estigmatización- a cualquier manifestación artística que trabaja con zonas o saberes cercanos a las prácticas cotidianas de los sectores populares.

4- De la vanguardia a la academia

Lamentablemente, todo parece conspirar para levantar un manto de sospecha sobre el propio Canal, ya no el vanguardista sino el académico, para aclarar el misterio del olvido. La producción posterior de Feijóo nos habla de una búsqueda estética más conservadora: una obra ensayística sólida y obras teatrales espléndidas, sin duda. Pero en todo momento una negación del espíritu martinfierrista que alentó su temprana producción (en la lista de esa producción debemos incluir, además de Penúltimo poema del fútbol, los poemarios Dibujos en el suelo -1927-, La rueda de la siesta – 1930- y Sol alto -1932). No le costó demasiado a don Bernardo Canal Feijóo ignorarse como el autor del texto fundacional de la poesía del fútbol en la Argentina. Otros indicios permiten sospechar que en la negación se escondía el temor a ser estigmatizado como “populista”, palabra que, obvia e inevitablemente, en Argentina nos manda derechito a la palabra “peronista”, mote mucho más oprobioso para aquellos intelectuales que sólo advertían los aspectos autoritarios del peronismo. Pero nunca lo sabremos con certeza. Don Bernardo Canal Feijóo murió en 1982, y por ese entonces era presidente de la Academia Argentina de Letras.

5- Su legado

Quiero subrayar, sin embargo, que si alguna lección ha perdurado del gesto estético del joven vanguardista de 1924 es la lección de la libertad. Y esa lección, desestimada por el Feijóo de la madurez, debe entenderse como una apuesta a la democratización de nuestra cultura, democratización necesaria frente a las censuras (inconscientes o no, insisto) de un campo literario conservador que todavía cree, por ejemplo, en la pureza de los géneros, o que mantiene el vicio romántico de entender a la poesía como un ente sublime que elige a sus adeptos con una varita mágica.

Abordar la democratización de la cultura. Esa es la esperanza que parece alentar la temprana producción de Feijóo. Esperanza que fue desvaneciéndose a medida que el olvido fue logrando imponerse. Hoy, una reedición de Penúltimo poema del fútbol parece imprescindible. Pero no hay indicios de que vaya a ocurrir. La lucha dentro del campo literario por la imposición de los cánones. Los gustos fugazmente establecidos. Todos estos escollos siguen alentando la persistencia de los elementos más conservadores de la cultura, cultura impermeable a las rupturas en serio, a las fisuras que permiten adivinar el país que no fuimos, el país utópico que, como el sueño libertario de los vanguardistas, sólo será posible mientras no confundamos la madurez con la resignación.

BORRADOR CINCO: SOBRE LITERATURA Y POSTMODERNIDAD

La metáfora de un astronauta flotando en el espacio es productiva a la hora de pensar ese conjunto de inestabilidades históricas que se conoce como el siglo XX. Siglo corto (1914-1991) en opinión de Hosbawn, telón de fondo de una serie de crisis de las que el legado occidental de la cultura letrada no salió indemne: crisis del humanismo para Sloterdijk, crisis de los relatos de legitimación en la descripción lyotardiana de la postmodernidad, crisis de la institución literaria que ha comenzado a redefinir su canon fuera de la concepción del desarrollo evolutivo moderno o, para decirlo con Anderson, desde una nueva figura de artista caracterizada por “el cierre de los horizontes: sin un pasado apropiable, o un futuro imaginable, en un presente interminablemente repetido”.
Si el humanismo, iniciado en la civilización greco romana y definido por Sloterdijk como “telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito”, ha perdido su eficacia fundacional (basta pensar en las Constituciones Nacionales para advertir la eficacia que tuvo el humanismo) se debe al cambio perceptivo introducido en las sociedades contemporáneas por la cultura de masas que se consolidó alrededor de las nuevas tecnologías mediáticas (radio, televisión, informática), epifenómeno que ha acompañado también la mutación del sistema económico capitalista, sistema globalizado que en la era postindustrial ha transformado la información (las cartas inmediatas o “no humanistas”, las que no están destinadas a perdurar a través de los siglos) en la mercancía por excelencia. Este proceso de “deslegitimación” de las cartas humanistas (equiparadas a los relatos fundantes en la concepción de Lyotard) se fue consolidando, antes de volverse evidente, en la edad de oro del siglo XX corto, el segundo segmento temporal recortado por Hosbawn en su periodización. En efecto, entre 1947 y 1973 se dio un acelerado proceso de modernización, tanto en el mundo capitalista como en el socialista, donde las dos estrategias políticas y económicas apuntaban a lo mismo: en palabras del historiador, “enterrar el mundo de nuestros antepasados”. Finalmente, en la última etapa del siglo XX corto, la crisis profetizada desde la aparente solidez moderna se volvió evidente: "Era la crisis de las creencias y principios en los que se había basado la sociedad desde que, a comienzos del siglo XVIII, las mentes modernas vencieran la celebre batalla que libraron con los antiguos, una crisis de los principios racionalistas y humanistas que compartían el capitalismo liberal y el comunismo y que habían hecho su breve pero decisiva alianza contra el fascismo que los rechazaba” (Hosbawn).
La misma crisis es señalada por Anderson cuando habla de la muerte del modernismo: “Lo que denotaba era el fin generalizado de la tensión entre las instituciones y mecanismos del capitalismo avanzado, por una parte, y las prácticas y programas del arte avanzado por otra, en la medida en que los primeros se habían anexionado a los segundos como decoración o diversión ocasionales, o como point d’honneur filantrópico”. La crisis de la institución literaria moderna, [entendido como el fruto, en la periodización de Anderson, del cruce entre “un pasado clásico todavía usable, un presente técnico todavía indeterminado y un futuro político todavía imprevisible” —intersección entre un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y un movimiento obrero semiemergente] no significa la desaparición de la literatura del mapa cultural sino más bien, y sobre todo, la transformación del juego literario en “una sub-cultura sui generis” (Sloterdijk), cartas y libros que ya no alcanzan a la “humanidad” en su conjunto porque, corno se dice en Normas para el parque humano, “los días de su sobrevaloración (...) se han terminado”.
Esta transformación de la literatura en uno más de los tantos juegos de lenguaje que pueblan el universo discursivo de la postmodernidad, esta crisis de la institución literaria, evidencia, para decirlo con Lyotard, la “atomización” de la nueva cultura masmediática —cultura necesariamente “deshumanizada”, alejada, desde la óptica de Sloterdijk, del modelo de domesticación literario que reproducía el humanismo. Si la cultura moderna aparecía cohesionada por los marcos interpretativos de los “relatos de legitimación”, juegos de lenguaje “burocráticos” capaces de explicarlo todo gracias a su poder legitimado y legitimante, la cultura postmoderna precisará, como señala Lyotard, flexibilizar sus juegos de lenguaje para responder así a la realidad de un complejo entramado social donde, aparentemente, todo es equiparable. Pero, como sostiene Hosbawn, “Una sociedad de esas características, constituida por un conjunto de individuos egocéntricos completamente desconectados entre sí y que persiguen tan sólo su propia gratificación (ya se denomine beneficio, placer o de otra forma), estuvo siempre implícita en la teoría de la economía capitalista”.
La centrifugación que llevó a cabo el último capitalismo con los principios fundantes del humanismo se relaciona con la nueva legitimación que el sistema ha encontrado para ejercer su domesticación humana: la legitimación del poder. Como dice Lyotard, “EI estado y/o la empresa abandona el relato de legitimación idealista o humanista para justificar el nuevo objetivo: en la discusión de los socios capitalistas de hoy en día, el único objetivo creíble es el poder. No se compran savants, técnicos y aparatos para saber la verdad, sino para incrementar el poder”. La imposición del canon literario se ha vuelto, en este contexto, una lucha entre instituciones poderosas, debate entre “decididores” que terminan opinando sobre la imprescindibilidad —o no- de determinadas obras literarias y su descarte o incorporación a los planes oficiales de estudio. La importancia del poder en la rápida consagración de autores mediocres no pasa tampoco inadvertida cuando el “arte literario” se ve reducido, gracias a la intervención de las editoriales, a un problema de marketing, productos destinados al minoritario —pero al mismo tiempo numeroso- mercado de lectores que todavía prefieren el entretenimiento de los libros a las otras posibilidades de la generosa industria cultural vigente.
Atomización social, crisis de los relatos y de las instituciones. Muerte del humanismo. Condición postmodema. Un astronauta deriva en el espacio buscando un rumbo para volver a su nave. Pero no hay rumbo ni brújula que sirvan. No hay propulsión ni horizonte. Sólo oscuridad, deriva, eternidad terrible antes de que la falta de oxígeno lo salve con la muerte.

BORRADOR CUATRO: SOBRE UNA NOVELA DE KAFKA

Kafka pensó que el título más apropiado para su “novela americana” era El desaparecido. Pero a su amigo Max Brod, el responsable final de la estabilización y posterior edición de este texto inconcluso, le pareció suficiente llamarla Amerika. Sin embargo, ya en el único fragmento que se hizo público en vida de Kafka, el capítulo primero, que se publicó en 1913 con el título de El fogonero, la figura de la desaparición aparece como desencadenante del relato, capítulo/cuento cerrado en sí mismo cuya independencia se vuelve índice de la inestabilidad del texto entendido como novela.
En El fogonero, el desaparecido es el baúl, la herencia paterna del joven alemán Karl Rossman, que al llegar a Nueva York extravía su posesión, como luego perderá su identidad alemana en aras de una identidad americana, concretada después por la interpelación filial que realiza el senador (americano) cuando pasa a convertirse en tío. Lo que desaparece es el cuerpo alemán, devenido en cuerpo inmigrante, para dar nacimiento al cuerpo americano. Pero este devenir, al igual que la novela, no es definitivo: la reaparición del baúl en capítulos posteriores, junto con la reaparición del cuerpo alemán inmigrante, señala la recuperación de la herencia, marcando, al mismo tiempo, la imposibilidad de acceder al american dream, imposibilidad que se traduce, desde el armado del texto, en la dificultad kafkiana para concluir la novela.
En tanto la ideología del Estado Norteamericano, utilizando un juego de lenguaje althusseriano, interpelará al inmigrante alemán para que olvide su baúl y acompañe a su tío (el maestro -aunque finalmente fracasado- de su norteamencanización), el Aparato Ideológico de Estado de la institución literaria le dirá al sujeto escritor Kafka que una novela de aprendizaje se escribe de otra forma, que es necesario concluir la trama para que el texto funcione y no sea requerido por el fuego. Le dirá, en ese momento, que no lo publique, aunque después de su muerte lo canonice como texto obligatorio para los estudiantes secundarios de la escuela alemana.
La inconclusividad de la novela, concluida a partir de la estabilización del texto que realizó Brod y de la imaginación del lector, se muestra, entonces, como una continuación de la hipótesis de las desapariciones, donde los silencios kafkianos confirman el entramado del texto: así como la ideología hace desaparecer a los individuos para que aparezcan los sujetos, así también desaparece el sujeto autónomo Rossman (el sobrino del senador) para dejar su lugar al inmigrante alienado, el que terminará esclavizado en la “tierra de la libertad” durante los episodios de Brunelda.
Sin embargo, es en el capítulo final (El teatro al aire libre de Oklahoma, texto excluido de la sucesión que se venía desarrollando, pero finalmente conclusivo), donde parece advertirse una nueva interpelación ideológica por medio de la cual el Estado Americano ubica al desaparecido en el lugar que le corresponde: “El gran teatro de Oklahoma los llama! ¡Llama hoy por única vez! ¡Quien hoy deja pasar la oportunidad la pierde para siempre! ¡Quien piense en su futuro es de los nuestros! ¡Todos son bienvenidos! ¡Quien quiera llegar a ser artista que se presente! ¡Nosotros somos el teatro que puede necesitar a cada uno; cada uno en su lugar!”. Al joven Rossman, que
se pasó la mayor parte de la novela tratando de entrar en la “Tierra prometida” del Estado Americano, el “teatro” se le presenta como la oportunidad más clara: para ser admitido no necesita convertirse en otro, la ideología lo interpela para que ocupe el lugar que le corresponde. Y el lugar que le corresponde no es el del músico, como Karl parece desear en otros pasajes del texto, tampoco es el del industrial capitalista en el que intentó convertirse gracias a su tío. Menos aún el de made-self-man, el hombre de negocios que se hizo a sí mismo luego de pasar por privaciones y de comenzar por lo más bajo en la escala laboral, por ejemplo en un hotel como ascensorista. No. Karl Rossman acepta feliz su lugar, el lugar que la ideología le asigna para entrar en la “tierra prometida” (estudiante técnico alemán), sin advertir que el legado paterno (el baúl desaparecido que en el capítulo final ha vuelto a aparecer bajo la forma de la escolarización alemana) lo deja con su ciudadanía original, es decir, fuera de la espacialidad en la que intentaba penetrar, la frontera ideológica del devenir americano.
Pero si el espacio ideológico, cerrado en sí mismo, impenetrable como la muralla china o el temible edificio de la ley, se muestra reservado a la hora de admitir a Rossman en la americanidad, el espacio geográfico, abierto, inconmensurable, al que Karl accede sobre todo por el viaje en tren junto a la compañía de teatro, se muestra generoso en su bienvenida: es el espacio inconcluso, como el final de la novela, al que los Aparatos Ideológicos de Estado no han revestido todavía de sentido. Espacios abiertos que no quieren interpelar a los sujetos sino, más bien, mostrarse a la sensibilidad de los individuos. Por eso la poesía del último fragmento del texto se muestra esperanzada, como un pequeño farol que orienta a los barcos perdidos en la niebla: “El primer día atravesaron una alta cordillera. Masas de piedra negro-azuladas llegaban casi hasta el tren; uno sacaba en vano la cabeza por la ventanilla para buscar sus cumbres; valles oscuros, angostos, recortados se abrían y uno podía señalar con el dedo la dirección en que iban a perderse; anchas corrientes de montañas bajaban velozmente de aquel fondo montañoso, deshaciéndose en mil olas espumosas, se alargaban por debajo de los puentes por sobre los cuales pasaba el tren y llegaban a estar tan cerca de uno que el hálito de su frescura salpicaba la cara”.
Este espacio, el espacio poético, es el único al que finalmente puede acceder Karl Rossman desde su condición de extranjero, el único al que pudo llegar Franz Kafka, extranjero que escribía en una lengua prestada, para hacer su literatura, sus líneas de fuga al infinito, la máquina de guerra, en el sentido deleuziano, con la que Kafka resistió al aparato de captura estatal.
Si el Estado Americano aparece, en el sentido común europeo de comienzos del siglo XX, como la Tierra Prometida para los inmigrantes, la tierra de las oportunidades, el grotesco kafkiano se encargará de desalentar esa promesa desde la espada con la que la libertad, convertida en estatua, saluda a los recién llegados: es el Estado mostrando que detenta el poder represivo, que ha logrado transformar el ejército (la espada) en un recurso propio. El Estado: el gran protagonista de esta historia que aparece encarnado en los cuerpos guías o docentes (el fogonero, el tío, el señor Pollunder, la jefa de cocina del hotel, entre otros), los encargados de imponer en el cuerpo abstracto del desaparecido la voluntaria aceptación de la captura. Es ahí donde la nueva desaparición, el escape hacia la poesía, hacia el espacio inconmensurable de la geografia americana, hace que, al menos en la construcción literaria, la captura ideológica fracase.
En el caso de América la construcción estatal que hace la obra es una parodia expresionista que desalienta cualquier tipo de reterritorialización sistémica. El recurso de desnaturalizar lo obvio, de distorsionar lo naturalizado, hace que la apuesta kafkiana revele el cáncer estatal en su verdadera densidad opresiva: opresión del estado alemán que maltrata al obrero del barco (el fogonero), opresión del dominado que se ve obligado a aprender la lengua de su dominador para sobrevivir (y esa es, en última instancia, la experiencia escritural del propio Kafka).
De este modo, el espacio cerrado de la ideología estatal, encarnada en sus Aparatos Ideológicos de Estado, no le permite la entrada al extranjero. Entonces el extranjero apela al arte para inventarse una patria nueva donde el espacio es abierto, inconcluso, infinito como toda realidad antes de que la ideología la encorsete.

viernes, 2 de marzo de 2007

BORRADOR TRES: SOBRE EL RACISMO DE QUEVEDO

En cierta ocasión el poeta Santiago Sylvester sugirió que los escritores del presente queríamos ser como Quevedo. Esto es: leídos, recordados y admirados cuatro siglos después de nuestra muerte. Lo cierto es que aquella vez yo respondí con un poema que me sirvió para titular un libro: “Por qué queremos ser Quevedo”, que fue como preguntar por qué escribir, por qué insistir con la poesía en un idioma tensado magistralmente por el pulso de un Quevedo, pero también de un Góngora o de un Cervantes.
En otra ocasión me pidieron explicar la importancia de Quevedo para la historia de “la humanidad”, concepto del que descreo fervientemente porque obliga a abstraer al hombre de sus circunstancias, de las condiciones especiales de su época y de su cultura. Por eso prefiero hablar de la importancia de don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas para la lengua castellana, su exploración verbal que nos permite descubrir, por ejemplo, ciertos recursos que emplearía nuestro Oliverio Girondo, recursos vanguardistas que pocos admitirían remitir al momento más clásico de la poesía española (recordemos el tono de uno de los sonetos quevedianos más conocidos, “A un hombre de gran nariz”, y pensemos, simplemente, en el libro “Espantapájaros”. Lo que estoy queriendo decir es que Girondo fue un gran lector de Quevedo).
Si hoy podemos considerar la obra de un hombre que vivió en una cronotopía precisa (la España barroca, la España del siglo de oro, pero también la España de la santa inquisición) como patrimonio de esa tautología con que la cultura occidental se define a sí misma, es decir, de “la humanidad”, es porque Quevedo fue, cabalmente, un hombre de su tiempo, inmerso en realidades sociales y políticas que le permitían hablar de temas filosóficos, pero también de temas “mundanos”, arrancados de la sabiduría de los sectores populares españoles. Ahí está la “Vida del Buscón Don Pablos” como testimonio de ese registro, una suerte de Lazarillo de Tormes con firma que reconstruye la tipología del “pícaro”, una de las tantas subjetividades populares de la época que daban cuenta de la profunda crisis moral y económica que atravesaba el imperio español del siglo XVII.
Esta mirada atenta a la realidad social y cotidiana, junto a una búsqueda de innovación estética constante [después del siglo de oro español, recién las vanguardias del siglo XX volverían a poner de moda la palabra “originalidad” con tanta fuerza], y el manejo excepcional de las formas métricas del verso latino, permitieron sostener una poesía precisa y sorprendente, una metafísica de la cotidianidad que no temía recurrir a personajes de los mitos helénicos ni a seres encarnados en la realidad circundante. Cultura alta y cultura popular tejiendo el sentido de una obra que consiguió la originalidad sin caer en arbitrariedades.
Por eso la importancia de Quevedo para nuestra lengua, y por lo tanto para nuestra cultura. Porque sin saberlo anticipó las vanguardias. Porque hablando de su mundo consiguió volverse “universal” por efecto de lectura. Porque Borges era quevediano, y Heidegger, y tantos otros nombres que desfilan por los corredores de la historia entre la maravilla y el oprobio. Porque como la “humanidad” de la que terminó formando parte, la cultura occidental impuesta en el mundo por la seducción o por la fuerza, Quevedo matizó la genialidad de su obra con prejuicios racistas. El antisemitismo de Quevedo, que era un denominador común en los hombres de su tiempo, nos sirve también para pensar, desde nuestra realidad, en los “progresos” de la cultura occidental, los “progresos” de una “humanidad” que ha repetido limpiezas étnicas y genocidios en su esfuerzo por uniformar el mundo. Una “humanidad” que museifica a sus artistas para olvidar la diversidad cultural que sus obras invocan. Para decirlo con Quevedo: “Cualquier instante de la vida humana/ es nueva ejecución, con que me advierte/ cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana”.

BORRADOR DOS: SOBRE LOS POETAS JÓVENES


En un relato titulado Investigaciones de un perro Kafka coloca en palabras del narrador, un perro con pretensiones de científico, el siguiente comentario: “¿Y quién puede hablar en estos tiempos de juventud? Ellos fueron los verdaderos perros jóvenes, pero su única ambición se centraba en volverse perros viejos, cosa que no podía fallarles, como lo pueden demostrar las generaciones posteriores, y la nuestra, la última, mejor que ninguna”. Ellos, los verdaderos perros jóvenes, son los que comenzaron con la práctica científica en esta utópica sociedad de perros imaginada por Kafka. Traspasada esta idea al campo de la poesía y de nuestra sociedad humana el Ellos se convierte en las vanguardias estéticas de comienzos del siglo XX, los verdaderos poetas jóvenes, capaces de romper con la tradición canónica y de inaugurar una nueva práctica artística. Pero al igual que en el relato de Kafka, las vanguardias demostraron una ambición de perros viejos, la ambición de transformarse en la tradición del futuro. Y por supuesto, finalmente lo consiguieron, a pesar de no haber logrado destruir la tradición anterior.
La relación entre las distintas generaciones de artistas, entre los jóvenes irreverentes dispuestos a desterrar a los antepasados para empezar a contar desde cero a partir de sí mismos, relación que los verdaderos poetas jóvenes, los vanguardistas históricos, tuvieron la oportunidad de desarrollar a pleno, es descripta con una irónica genialidad por Alfred Jarry, autor teatral de la saga del Padre Ubú y uno de los precursores del teatro del absurdo. En Cuestiones de teatro Jarry afirma: “Quienes son mayores que nosotros –título en base al cual los respetamos- han conocido en su vida ciertas obras que conservan el encanto de los objetos habituales, y nacieron con un alma ajustada a esas obras y garantizadas para durar hasta el año mil ochocientos ochenta...y tantos. Como ya no estamos en el siglo XVII no les daremos el empujón definitivo. Antes bien, esperaremos a que su alma, consecuente consigo misma y con los simulacros que rodearon su vida, acabe por extinguirse –en realidad no hemos esperado-, e iremos convirtiéndonos, a nuestra vez, en hombres graves y barrigudos, como un Ubú cualquiera, y después de publicar algunos libros que acabarán por convertirse en clásicos, terminaremos muy probablemente de alcaldes de pequeñas ciudades en las que los bomberos nos regalarán jarrones de Sèvres cuando se nos nombre académicos, y a nuestros nietos sus bigotes dentro de aterciopelados almohadones. Ninguna razón hay para que no suceda”.
El problema para los poetas jóvenes de hoy, los perros jóvenes del momento, es que no pueden encontrar anticuadas las propuestas estéticas de las generaciones anteriores porque la sucesión lineal, progresiva, de la concepción moderna del arte, se ha detenido para ser reemplazada por una multiplicidad de tiempos y propuestas estéticas, propuestas que varían según la tradición a la que se adscriba, pero que no logran imponerse como propuesta única, cosa que hasta mediados de este siglo todavía era posible.
Esta multiplicidad de tiempos poéticos se presenta, entonces, como la realidad de los poetas jóvenes contemporáneos, poetas jóvenes porque recién comienzan a apropiarse de una tradición para poder describir el mundo en el que habitan (y creo que esta definición deja afuera cuestiones cronológicas), porque están en el comienzo de una obra y no saben qué camino, qué tradición, es el más seguro para llegar a concluirla y porque sospechan, de algún modo, que ya no hay seguridades en ningún ámbito de la existencia y menos aún en el de la palabra.
Personalmente creo que la adscripción a una tradición determinada no lo es todo en la propuesta estética de un poeta: la imaginación, el lenguaje materno y cotidiano, la realidad social, los dolores y las alegrías, la sensibilidad frente a los otros, son los engranajes que se dejan aceitar por la tradición estética para construir una obra de arte. Sin esos engranajes queda la grasa y la vida termina embarrándose en viscosidades formales, simulacros estéticos que pueden convertir al pretendido artista en un excelente burócrata cultural pero nunca en un profeta, cazador de dragones o arquitecto de mundos.

Carlos J. Aldazábal