jueves, 8 de marzo de 2007

BORRADOR CUATRO: SOBRE UNA NOVELA DE KAFKA

Kafka pensó que el título más apropiado para su “novela americana” era El desaparecido. Pero a su amigo Max Brod, el responsable final de la estabilización y posterior edición de este texto inconcluso, le pareció suficiente llamarla Amerika. Sin embargo, ya en el único fragmento que se hizo público en vida de Kafka, el capítulo primero, que se publicó en 1913 con el título de El fogonero, la figura de la desaparición aparece como desencadenante del relato, capítulo/cuento cerrado en sí mismo cuya independencia se vuelve índice de la inestabilidad del texto entendido como novela.
En El fogonero, el desaparecido es el baúl, la herencia paterna del joven alemán Karl Rossman, que al llegar a Nueva York extravía su posesión, como luego perderá su identidad alemana en aras de una identidad americana, concretada después por la interpelación filial que realiza el senador (americano) cuando pasa a convertirse en tío. Lo que desaparece es el cuerpo alemán, devenido en cuerpo inmigrante, para dar nacimiento al cuerpo americano. Pero este devenir, al igual que la novela, no es definitivo: la reaparición del baúl en capítulos posteriores, junto con la reaparición del cuerpo alemán inmigrante, señala la recuperación de la herencia, marcando, al mismo tiempo, la imposibilidad de acceder al american dream, imposibilidad que se traduce, desde el armado del texto, en la dificultad kafkiana para concluir la novela.
En tanto la ideología del Estado Norteamericano, utilizando un juego de lenguaje althusseriano, interpelará al inmigrante alemán para que olvide su baúl y acompañe a su tío (el maestro -aunque finalmente fracasado- de su norteamencanización), el Aparato Ideológico de Estado de la institución literaria le dirá al sujeto escritor Kafka que una novela de aprendizaje se escribe de otra forma, que es necesario concluir la trama para que el texto funcione y no sea requerido por el fuego. Le dirá, en ese momento, que no lo publique, aunque después de su muerte lo canonice como texto obligatorio para los estudiantes secundarios de la escuela alemana.
La inconclusividad de la novela, concluida a partir de la estabilización del texto que realizó Brod y de la imaginación del lector, se muestra, entonces, como una continuación de la hipótesis de las desapariciones, donde los silencios kafkianos confirman el entramado del texto: así como la ideología hace desaparecer a los individuos para que aparezcan los sujetos, así también desaparece el sujeto autónomo Rossman (el sobrino del senador) para dejar su lugar al inmigrante alienado, el que terminará esclavizado en la “tierra de la libertad” durante los episodios de Brunelda.
Sin embargo, es en el capítulo final (El teatro al aire libre de Oklahoma, texto excluido de la sucesión que se venía desarrollando, pero finalmente conclusivo), donde parece advertirse una nueva interpelación ideológica por medio de la cual el Estado Americano ubica al desaparecido en el lugar que le corresponde: “El gran teatro de Oklahoma los llama! ¡Llama hoy por única vez! ¡Quien hoy deja pasar la oportunidad la pierde para siempre! ¡Quien piense en su futuro es de los nuestros! ¡Todos son bienvenidos! ¡Quien quiera llegar a ser artista que se presente! ¡Nosotros somos el teatro que puede necesitar a cada uno; cada uno en su lugar!”. Al joven Rossman, que
se pasó la mayor parte de la novela tratando de entrar en la “Tierra prometida” del Estado Americano, el “teatro” se le presenta como la oportunidad más clara: para ser admitido no necesita convertirse en otro, la ideología lo interpela para que ocupe el lugar que le corresponde. Y el lugar que le corresponde no es el del músico, como Karl parece desear en otros pasajes del texto, tampoco es el del industrial capitalista en el que intentó convertirse gracias a su tío. Menos aún el de made-self-man, el hombre de negocios que se hizo a sí mismo luego de pasar por privaciones y de comenzar por lo más bajo en la escala laboral, por ejemplo en un hotel como ascensorista. No. Karl Rossman acepta feliz su lugar, el lugar que la ideología le asigna para entrar en la “tierra prometida” (estudiante técnico alemán), sin advertir que el legado paterno (el baúl desaparecido que en el capítulo final ha vuelto a aparecer bajo la forma de la escolarización alemana) lo deja con su ciudadanía original, es decir, fuera de la espacialidad en la que intentaba penetrar, la frontera ideológica del devenir americano.
Pero si el espacio ideológico, cerrado en sí mismo, impenetrable como la muralla china o el temible edificio de la ley, se muestra reservado a la hora de admitir a Rossman en la americanidad, el espacio geográfico, abierto, inconmensurable, al que Karl accede sobre todo por el viaje en tren junto a la compañía de teatro, se muestra generoso en su bienvenida: es el espacio inconcluso, como el final de la novela, al que los Aparatos Ideológicos de Estado no han revestido todavía de sentido. Espacios abiertos que no quieren interpelar a los sujetos sino, más bien, mostrarse a la sensibilidad de los individuos. Por eso la poesía del último fragmento del texto se muestra esperanzada, como un pequeño farol que orienta a los barcos perdidos en la niebla: “El primer día atravesaron una alta cordillera. Masas de piedra negro-azuladas llegaban casi hasta el tren; uno sacaba en vano la cabeza por la ventanilla para buscar sus cumbres; valles oscuros, angostos, recortados se abrían y uno podía señalar con el dedo la dirección en que iban a perderse; anchas corrientes de montañas bajaban velozmente de aquel fondo montañoso, deshaciéndose en mil olas espumosas, se alargaban por debajo de los puentes por sobre los cuales pasaba el tren y llegaban a estar tan cerca de uno que el hálito de su frescura salpicaba la cara”.
Este espacio, el espacio poético, es el único al que finalmente puede acceder Karl Rossman desde su condición de extranjero, el único al que pudo llegar Franz Kafka, extranjero que escribía en una lengua prestada, para hacer su literatura, sus líneas de fuga al infinito, la máquina de guerra, en el sentido deleuziano, con la que Kafka resistió al aparato de captura estatal.
Si el Estado Americano aparece, en el sentido común europeo de comienzos del siglo XX, como la Tierra Prometida para los inmigrantes, la tierra de las oportunidades, el grotesco kafkiano se encargará de desalentar esa promesa desde la espada con la que la libertad, convertida en estatua, saluda a los recién llegados: es el Estado mostrando que detenta el poder represivo, que ha logrado transformar el ejército (la espada) en un recurso propio. El Estado: el gran protagonista de esta historia que aparece encarnado en los cuerpos guías o docentes (el fogonero, el tío, el señor Pollunder, la jefa de cocina del hotel, entre otros), los encargados de imponer en el cuerpo abstracto del desaparecido la voluntaria aceptación de la captura. Es ahí donde la nueva desaparición, el escape hacia la poesía, hacia el espacio inconmensurable de la geografia americana, hace que, al menos en la construcción literaria, la captura ideológica fracase.
En el caso de América la construcción estatal que hace la obra es una parodia expresionista que desalienta cualquier tipo de reterritorialización sistémica. El recurso de desnaturalizar lo obvio, de distorsionar lo naturalizado, hace que la apuesta kafkiana revele el cáncer estatal en su verdadera densidad opresiva: opresión del estado alemán que maltrata al obrero del barco (el fogonero), opresión del dominado que se ve obligado a aprender la lengua de su dominador para sobrevivir (y esa es, en última instancia, la experiencia escritural del propio Kafka).
De este modo, el espacio cerrado de la ideología estatal, encarnada en sus Aparatos Ideológicos de Estado, no le permite la entrada al extranjero. Entonces el extranjero apela al arte para inventarse una patria nueva donde el espacio es abierto, inconcluso, infinito como toda realidad antes de que la ideología la encorsete.